Una tarde más fui al parque para relajarme. Me senté en el banco de siempre, ese que ya tiene mi nombre, y me puse a escuchar música como de costumbre. Para los demás no era una tarde cualquiera: todas las parejas disfrutaban de aquel soleado 14 de febrero. Estaba cansado de ver a la gente con corazones, peluches, claveles, tarjetas y todas esas cursiladas que se regala la gente por San Valentín. Solo podía suceder una cosa que terminara de fastidiarme la tarde. Y sucedió. De repente apareció ella. No supe reaccionar, me oculté como pude: gafas de sol, gorra y bufanda. Su imagen inundó mi memoria y como una herida que se vuelve a abrir recordé todo.
Nuestra historia ocurrió un año antes. Aún recuerdo su mirada clavándose en mí por primera vez. Nos presentaron en aquella fiesta de Navidad, y después comenzaron las llamadas y los encuentros. Empecé a engancharme a ella como a una droga, de tal manera que abandoné a mis amigos de siempre. Sin apenas llevar un mes saliendo juntos, vivía por y para ella. Aunque la distancia nos impedía vernos muy a menudo, me encantaba ella; su forma de vestir, de mirar, cada gramo de su maquillaje, cada lunar que interrumpía su suave piel, su largo pelo negro... Nunca olvidaré el día que fui a Madrid para sorprenderla. Pero sorpresa, la que me llevé yo cuando la vi en la estación. Estaba mirando al autobús contiguo, entonces salió un chico y, agarrados de las manos, abandonaron la estación. Cogí el primer autobús de vuelta que encontré y no sonreí en todo el camino, la cabeza me iba a explotar. Antes de llegar a casa, grité, grité mucho. Desde entonces ni tengo amigos ni tampoco intento hacerlos, camino en solitario por la vida y no me va muy mal, aunque no consigo quitármela de la cabeza.
Una voz masculina me devolvió a la realidad.
– ¿Tienes fuego? –me preguntó con un cigarro en la boca.
–Sí, toma – dije mientras le acercaba el mechero.
Se alejó y se sentó al lado de ella, sí de ella, que estaba en un banco frente al mío. No me había reconocido. Aquella rabia lejana inundó mi cuerpo y me levanté de manera violenta. Me acerqué a donde estaban ambos.
–Yo que tú no saldría con ella, seguro que ya te ha puesto los cuernos –dije dirigiéndome a él.
Enseguida me reconoció, pronunció mi nombre tartamudeando y la insulté. Todo pasó muy deprisa. Apenas vi como el chico se levantaba y me pegaba un puñetazo en la cara. Caí al suelo y me pegó patadas por todo el cuerpo, pero ya no me acuerdo de mucho más. Cuando desperté todas las parejas del parque me rodeaban y uno de mis antiguos amigos me ayudó y me llevó a casa. No le di ni las gracias porque solo podía pensar en una palabra. Ella.
Nuestra historia ocurrió un año antes. Aún recuerdo su mirada clavándose en mí por primera vez. Nos presentaron en aquella fiesta de Navidad, y después comenzaron las llamadas y los encuentros. Empecé a engancharme a ella como a una droga, de tal manera que abandoné a mis amigos de siempre. Sin apenas llevar un mes saliendo juntos, vivía por y para ella. Aunque la distancia nos impedía vernos muy a menudo, me encantaba ella; su forma de vestir, de mirar, cada gramo de su maquillaje, cada lunar que interrumpía su suave piel, su largo pelo negro... Nunca olvidaré el día que fui a Madrid para sorprenderla. Pero sorpresa, la que me llevé yo cuando la vi en la estación. Estaba mirando al autobús contiguo, entonces salió un chico y, agarrados de las manos, abandonaron la estación. Cogí el primer autobús de vuelta que encontré y no sonreí en todo el camino, la cabeza me iba a explotar. Antes de llegar a casa, grité, grité mucho. Desde entonces ni tengo amigos ni tampoco intento hacerlos, camino en solitario por la vida y no me va muy mal, aunque no consigo quitármela de la cabeza.
Una voz masculina me devolvió a la realidad.
– ¿Tienes fuego? –me preguntó con un cigarro en la boca.
–Sí, toma – dije mientras le acercaba el mechero.
Se alejó y se sentó al lado de ella, sí de ella, que estaba en un banco frente al mío. No me había reconocido. Aquella rabia lejana inundó mi cuerpo y me levanté de manera violenta. Me acerqué a donde estaban ambos.
–Yo que tú no saldría con ella, seguro que ya te ha puesto los cuernos –dije dirigiéndome a él.
Enseguida me reconoció, pronunció mi nombre tartamudeando y la insulté. Todo pasó muy deprisa. Apenas vi como el chico se levantaba y me pegaba un puñetazo en la cara. Caí al suelo y me pegó patadas por todo el cuerpo, pero ya no me acuerdo de mucho más. Cuando desperté todas las parejas del parque me rodeaban y uno de mis antiguos amigos me ayudó y me llevó a casa. No le di ni las gracias porque solo podía pensar en una palabra. Ella.